miércoles, 24 de septiembre de 2008

Una tierra de libertad

En el condado de Nueva Marconia, se respiraba un ambiente único. El aire era fresco en verano, moderado en invierno y las cosechas estivales eran casi siempre fértiles. Las casitas eran humildes pero acogedoras y sus habitantes siempre estaban con alguna tarea entre manos.


María no podía quejarse ya que aunque sus raíces provenían de la urbe norteña italiana, ella había elegido cambiar la ajetreada vida de la ciudad por el ritmo pausado pero metódico de la gente del campo. Su marido, Francesco, era fuerte y tenía el trabajo asegurado con los animales de la granja y las cosechas hasta que envejeciera. Por otra parte, sus 5 hijos crecían sanos y felices jugando entre los prados que les había regalado el padre de María, en la zona más alejada del sur napolitano. Sin embargo también tenía motivos para preocuparse.

Aunque la situación económica era decente, últimamente estaban teniendo muchos problemas con los Caponieri, que se habían hecho años atrás con el control del pueblo, teniendo infiltrados incluso en las ramas más altas de los carabineros, en el centro de Nápoles. Las garras de la mafia se extendían por todo el sur de Italia como la muerte en un cuerpo con cáncer terminal.


Desde joven, siempre había sido una mujer luchadora, tajante ante el más mínimo signo de injusticia individual o social. Incluso durante un tiempo perteneció a las Juventudes del Partido Comunista Italiano, en el que militó con notable presencia y destacó por la fuerza de sus discursos, aunque al final lo abandonó tras la subida de Mussolini al poder. Además ella siempre había sido atractiva lo cual, le sirvió alguna vez para conseguir cosas que quería de los hombres, como dinero o joyas, pero al final se dio cuenta de que no era esa la vida que quería tener.


Mientras estaba peinando su largo cabello dorado, observaba su figura en el espejo de la habitación, pensando que para estar ya cerca de los 40 años; no estaba tan mal. Sus pechos no estaban caídos, no estaba ni demasiado rellena ni demasiado delgada y la mayoría de hombres del pueblo habrían caído sin mucho esfuerzo a sus encantos. No obstante, ella amaba a su marido, pues era la principal razón de que hubiera abandonado la animosa vida de la ciudad.


Pero ahora debía pensar en como ayudar a su marido, en como sacar a la familia de aquel atolladero en el que estaban, pues debían ya 3 meses de pago a los Caponieri y éstos ya les habían dejado advertencias: no habría un cuarto mes, les quemarían la casa con todos dentro. Todo el mundo en el pueblo tenía que pagar el precio.

María había pensado más de una vez en decírselo a su padre, el cual podría pagar todos los meses el doble o el triple del precio si hiciera falta, pero no quería meter a sus padres en líos, pues si se enteraba la mafia de que ella era la hija del próspero vendedor de sedas de lujo, Genaro Buonnaventura, aumentaría mucho la presión sobre la familia y lo más probable es que todo terminara con el secuestro de alguno de sus hijos. Antes prefería la muerte.


Por otra parte, no podía denunciar su situación a la policía pues, los que no estaban corruptos, estaban ocupados constantemente intentando evitar que estallara una guerra entre bandas o metidos en innumerables casos de asesinato por ajustes de cuentas entre miembros de las distintos clanes familiares. Por si fuera poco, con Mussolini, los carabineros tenían que estar también atentos para detectar a los posibles espías de la Alianza que se hubieran podido colar dentro del Cuerpo.


Así las cosas solo le quedaba encomendarse a la Santa Madre, la Virgen María para que los mafiosos se olvidaran de una vez por todas de ella y su familia. A pesar de sus convicciones políticas, desde pequeña ella había recibido una rígida educación cristiana, y cuando se encontraba acorralada, solía retirarse a rezar para poder pensar con mayor claridad; lo cual le había ayudado en multitud de ocasiones.